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Noticia

La realidad y los golpes de efecto
Julio Blanck. Clarin.

  Fecha: 25/01/2004

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Instituciones de la República

Kirchner anula una privatización polémica justo antes de ir a España. Pero allí no busca confrontar, sino cerrar un frente de conflicto. Mientras tanto, el Gobierno siguió muy de cerca la causa por los sobornos en el viejo Senado.

Las demostraciones de fuerza y los golpes de efecto son una debilidad de Néstor Kirchner. Ejercidos hábilmente contra personas o instituciones sumergidas en el descrédito, le sirvieron para acumular poder político interno y consenso social en sus primeros meses de gestión. Ahora vuelve a usar ese recurso, pero con destinatarios muy diferentes.

La decisión de anular la concesión a una empresa francesa que explota el espacio radioeléctrico argentino llega justo en las vísperas del viaje a España, donde Kirchner negociará cara a cara con los jefes de las principales empresas con intereses en el país.

Los informes oficiales detallan una gruesa lista de incumplimientos por parte de la compañía francesa. Y además en París estalló hace pocos meses un escándalo por denuncia de coimas alrededor de este negocio, calculado en 500 millones de dólares. Más allá de las razones para anular la concesión de la francesa Thales, el inminente decreto opera como una muestra de lo que Kirchner estaría dispuesto a hacer si los desacuerdos con las privatizadas persisten y se hacen más profundos.

Según se interprete, esto puede ser una demostración de fuerza a las puertas de una negociación, o una bravata riesgosa ante interlocutores con bastante más entidad y poder que el ex titular de la Corte Julio Nazareno o las defenestradas cúpulas policiales y militares. Pero para quienes se alarman con facilidad habría que anotar, también, que Kirchner ha demostrado ser más prudente en sus actos que en sus palabras.

El Presidente va a España con un mensaje conciliador, después de las asperezas notables de su encuentro anterior en Madrid con esos hombres poderosos. Les dirá a quienes manejan los servicios públicos que está dispuesto a discutir ajustes en las tarifas, si al mismo tiempo las empresas se comprometen a realizar inversiones y a cumplir a pie juntillas lo establecido en los contratos.

El Gobierno tiene hoy un frente abierto con las privatizadas. Y el Presidente, más allá de estar decidido a fijar una nueva relación entre el Estado y esas compañías, no encara este viaje con la intención de agrandar esa brecha. Más bien, lo que busca es bajar la tensión porque sabe que le aguardan meses tempestuosos en otro flanco: el de la negociación por la quita en la deuda. En este sentido, fijar un marco de posibles acuerdos con los españoles se enhebra con la siempre viva esperanza de un apoyo político de los Estados Unidos para esa complicada gestión.

Por esta razón, las palabras de Roger Noriega calificando a Kirchner como un "buen socio" de Washington sonaron a coro celestial en la Casa Rosada. Noriega, que maneja la relación del gobierno de George W. Bush con América latina, es el mismo funcionario que había apostrofado feamente a Kirchner por su política hacia Cuba, un par de semanas atrás. Ni aquella vez habló por cuenta propia —como con exceso de voluntarismo quiso mostrar el Gobierno— ni tampoco lo hizo ahora.

¿Qué medió entre una declaración pública y otra? Según la explicación oficial, dos cosas: primero, una gestión directa ante el embajador en Buenos Aires, Lino Gutiérrez, pidiendo la virtual retractación de Noriega; después, el resultado del encuentro que los dos presidentes mantuvieron a comienzos de la semana anterior en Monterrey. "Bush escuchó a Kirchner y le creyó, o hizo como que le creyó", admite un hombre de diálogo cotidiano con el Presidente, con una saludable dosis de realismo.

Pero hay una pregunta que aún aguarda respuesta: ¿qué hizo de nuevo, o se comprometió a hacer el Gobierno argentino, para recibir el calificativo de "buen socio" de Washington?

El efecto político, en cualquier caso, es el mismo: Kirchner recibió otra señal positiva, que compensa en parte la dureza con que actúa Anne Krueger en el FMI, o la última recomendación de John Snow, el secretario del Tesoro, para que la Argentina sostenga "negociaciones abiertas y efectivas" con los tenedores de bonos en default, que rechazan la quita del 75%.

Con la carrera electoral lanzada en los EE.UU. y Bush obligado a no descuidar ninguna de sus clientelas, esa ambivalencia de la administración republicana, que se traduce en un equilibrio inestable con Washington, parece ser el máximo a lo que por ahora puede aspirar Kirchner.

Mientras tanto, con similar afán que los acontecimientos del frente externo, el Gobierno siguió estos días el curso de la causa judicial por los sobornos denunciados en el viejo Senado para aprobar la reforma laboral.

Desde la Casa Rosada se había especulado semanas atrás con que alguno de los implicados pudiera terminar preso. Aún antes del juicio oral y la eventual condena o absolución a los involucrados, hubiese sido un gran golpe de efecto, el remate espectacular para un proceso al que el Gobierno le dio inocultable impulso. Pero la ley decía otra cosa.

El cálculo se hizo menos fantasioso a medida que se acercó la decisión del juez. "La condena social y política ya está", reflexionó satisfecho un hombre de Kirchner. Sucedió unas pocas horas antes de que se firmase el procesamiento del ex jefe de la SIDE, de un ex senador radical y otro peronista y del arrepentido cuya confesión aceleró una causa que parecía destinada a extinguirse sin ruido.

El juez Canicoba Corral es un veterano de los tribunales, experto en transitar la frontera resbaladiza entre la política y el derecho. Soportó sin despeinarse el alto grado de exposición pública y presión mediática. Y tomó una decisión sobre terreno seguro al procesar sólo a los implicados directos en el relato de Pontaquarto: quien habría provisto el dinero para el soborno (De Santibañes), quien lo habría trasladado y entregado (el propio Pontaquarto) y quienes lo habrían recibido de sus manos (Genoud y Cantarero).

En cambio, el juez no avanzó sobre otros senadores peronistas, al no tener testimonio directo sobre el eventual reparto del dinero entre los integrantes de ese bloque. Tampoco citó a Fernando de la Rúa, al no reunir todavía ninguna comprobación —más allá de los dichos del arrepentido— sobre su grado de conocimiento y responsabilidad por la maniobra.

Hoy son los fiscales, más que el propio juez, quienes han puesto a De la Rúa en la mira. El Gobierno tampoco parece interesado en avanzar sobre el ex presidente. Pero esto no le impidió a De la Rúa, según sus usos y costumbres, denunciar una conspiración masiva en su contra.

Muy cerca de Canicoba Corral se explica que la declaración del arrepentido ayudó a "cerrar los huecos" que tenía la causa. Esto es, que sirvió para hilvanar datos y testimonios que ya estaban en la investigación, pero que precisaban de una prueba directa para tener credibilidad y solidez. Así, el juez le dio cuerpo a su convicción. "Hay prueba suficiente para la condena", le han escuchado decir a Canicoba.

En el juzgado también llamó la atención la precariedad de los argumentos defensivos de los acusados por Pontaquarto. Sin contar la patinada fea de Genoud en el careo de esta semana cuando le dijo al arrepentido que sólo servía para "llevar la valija".

Un hombre con memoria recordó a otros dos personajes abandonados a su suerte después de participar en manejos turbios desde el poder que terminaron revelando datos clave a la Justicia: Luis Sarlenga, ex interventor de Fabricaciones Militares, y Lourdes Di Natale, ex secretaria de Emir Yoma, muerta hace menos de un año en extrañas circunstancias.

A Pontaquarto también lo habían dejado a la intemperie. Cuando cayó en desgracia se le cortaron ingresos y figuración, cimientos sobre los que había armado su modo de vida. Ahora alguien le dio cobijo y alentó su rencor. Y los hechos se precipitaron, tres años después de aquellas primeras revelaciones sobre los métodos y prácticas que ayudaron a que la política fuera mala palabra para la mayoría de la sociedad.


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